Restos de basura, huesos, cucarachas y objetos usados para dosificar drogas se mantienen intactos entre los muros, evidencia tangible del día a día de más de 660 mujeres en una estructura pensada solo para 200.
En pabellones destinados originalmente a 20 personas, convivían más de 70 internas, muchas durmiendo en el piso al lado del basurero. Mientras tanto, unas pocas gozaban de privilegios: televisores, celulares y computadoras en sus “celdas VIP”.
Más de la mitad de las internas estaba en prisión preventiva, y el control interno era ejercido por las propias reclusas, que cobraban por servicios básicos.
Hoy, con el penal clausurado tras el traslado masivo a Emboscada, el edificio permanece vacío y sin un futuro definido. Para muchos, debe convertirse en un símbolo de lo que no debe repetirse.